Crónica de un viaje (in)olvidable

Los siguientes hechos son reales y ocurrieron de manera cronológica en el lapso de 72 horas. Se pisaron 6 aeropuertos internacionales, se tomaron 5 vuelos distintos y se pasó por 3 continentes.

Señores pasajeros, les habla el capitán: en minutos comenzaremos el aterrizaje en el aeropuerto internacional de Bali. Les pedimos que por favor vuelvan a sus asientos, abrochen sus cinturones y reclinen su respaldo”. Esas simples palabras bastaron para que mi mente decidiera relajarse de una buena vez y entender que por fin, sí por fin, estaba a un paso de llegar a mi esperado destino. No me acuerdo bien si fue la música que salió de los altoparlantes del avión o si en ese momento tenía puestos mis auriculares –en mi mente hoy cuando recuerdo esa situación suena Just Breathe de Pearl Jam y logra relajarme como si todo lo sucedido hubiese sido parte de un incómodo sueño, pero esos largos minutos que el avión tardó en tocar suelo indonesio me sirvieron para pensar fríamente en las últimas 72 horas… No sé por qué, pero hoy desde esa corta lejanía empiezo a pensar que todo lo ocurrido puede llegar a ser un buen augurio para lo que resta de mi viaje.

Parte uno: amarillo de fiebre

Todo empezó en Ezeiza, a unas 3 horas y media de irme de Buenos Aires. Me acerqué con mis dos mochilas –una grande, del estilo de mochilero, que tenía toda mi ropa y otra que usé como bolso de mano- al mostrador de mi aerolínea para hacer el check-in correspondiente. Después de varias consultas sobre mi vuelo, la asistente me hizo la única pregunta que no hubiese querido escuchar jamás pero que sin dudas hoy le agradezco: “¿Sabés que para entrar a Indonesia necesitás el certificado internacional de Fiebre Amarilla, no?”. En menos de un segundo se me vino el mundo abajo. Sabía que no lo había traído y que mucho menos iba a estar en alguno de mis bolsos, pero aún así decidí buscarlo una y otra vez en todos los bolsillos de las mochilas. Las di vuelta, literalmente, y no encontré nada. Y aunque muy en el fondo sabía que eso era lo que iba a pasar, me desilusioné completamente. No podía entender cómo por un cartón amarillo podía perderme el viaje que por tanto tiempo había estado planeando…

Había llegado al aeropuerto con mis viejos, y ellos obviamente que lo primero que intentaron hacer fue tranquilizarme. Mi papá se ofreció a volver a casa, buscar el certificado en alguno de los cajones de mi cuarto donde podía llegar a estar –porque la verdad que tampoco me imaginaba dónde lo podía haber dejado- y volver lo antes posible para intentar llegar a tiempo a mi vuelo a San Pablo. Tenía dos horas para volver cruzar la ciudad en hora pico y lograr lo que para mi ya era una misión imposible de bajo presupuesto.

Los minutos corrían y por mi cabeza pasaban todo tipo de cosas: ¿era algo así como una señal para que no viajara? ¿Una especie de prueba antes de salir para ver si estaba preparado para el viaje de mi vida? ¿Alguna hilacha de un viejo karma que ahora me venía a jugar una mala pasada? No sé, pero todo eso y más se me pasó una y otra vez por la cabeza mientras esperaba que sonara mi celular con la primera buena noticia.

Fue creo que alrededor de las cuatro cuando sonó por primera vez: el cartón había aparecido en uno de los cajones de mi cuarto, según mi papá entre viejas cartas de amor –dudo que hayan existido porque no me acuerdo haber recibido una alguna vez en mi vida y supongo que fue todo parte de una joda para tranquilizarme-, entradas a recitales y revistas de River campeón. Ahora sólo tenía que esperar que llegara a Ezeiza a tiempo y poder subirme al avión sin muchas más complicaciones.

Un poco más tranquilo y ya sin mucho más que esperar por hacer, decidí despejarme intentando comprar alguna revista o libro para leer durante los largos vuelos que me esperaban –y las 20 horas de transito que tenía en el aeropuerto de Qatar. Entre hojeadas de El Gráfico, Paparazzi y Gente me topé con un libro que durante mucho tiempo había querido leer pero para lo que nunca había encontrado la oportunidad perfecta: Tokio Blues de Haruki Murakami. No tenía mucho más que pensar y además sabía que un libro iba a ser mucho más útil para el resto del viaje de lo que podía ser una revista de chimentos y corazones rotos. Mientras terminaba de pagar sentí mi celular vibrar en mi bolsillo derecho e intuí que era mi viejo que estaba llegando al aeropuerto con mi certificado de Fiebre Amarilla encima.

El bocinazo incesante del auto me dio 45 minutos de vida para terminar de hacer el check-in, pasar migraciones y correr a la puerta de embarque. Ahora sí, ya estaba, sólo tenía que despedirme y subirme a ese primer avión con destino a San Pablo.

Parte dos: a Londres por penales

Llegué a San Pablo con una hora para conectarme con mi segundo vuelo a Milán. Una hora para escuchar el partido de River por la Copa Argentina por Radio y aunque sea tener una última alegría antes de empezar el segundo tramo del viaje que iba a durar casi dos días.

Me acomodé en la larga fila que había de control de equipaje, prendí mi celular, me puse los auriculares y puse Radio Del Plata para escuchar el partido. La fila avanzaba a paso lento, pero la verdad es que en ese momento poco me importaba porque quería disfrutar tranquilo de lo que pasaba en San Luis con mi amado River Plate. Entre tanto, pasó una o dos veces un asistente de la aerolínea preguntando por pasajeros con conexiones a Nueva York y Hamburgo, a lo que mi paso lento en la fila se hacía cada vez mayor.

Cuando logré pasar el control de equipaje (después de sacarme las zapatillas, abrir mi mochila por completo y sacar cosas “sospechosas” como por ejemplo un cuaderno con espiral de metal y dos biromes), me acerqué al asistente que había llamado antes a los pasajeros de Nueva York y Hamburgo, y le pregunté por mi vuelo. Sabía que me quedaba muy poco tiempo para llegar a la puerta de embarque y me dijo que me apurara porque quedaba del otro lado del aeropuerto.

Con las zapatillas a medio poner y mi mochila haciéndome contrapeso, empecé a correr siguiendo las flechas que marcaban que la puerta 14 quedaba para allá. Sí, siempre para allá pero nunca llegaba a verla… Después de varios giros, escaleras y cintas transportadoras llegué a la bendita puerta 14. Me presenté con mi pasaporte en el escritorio de chequeo y una portuguesa rubia de unos casi 60 años me explicó con un inglés bastante oxidado que las puertas para mi vuelo se habían cerrado cinco minutos antes. Pregunté ingenuamente qué había pasado, por qué no me habían esperado ni me habían llamado por los altoparlantes -esos por los que uno nunca quiere que lo llamen por vergüenza- y si había alguna solución para todo esto. No hubo mucha explicación, pero algo en mi cara de preocupación y tristeza debió haber conmovido a esta señora rubia de la puerta de embarque 14 que decidió ayudarme.

Me pidió que la siguiera y a paso rápido me escoltó personalmente hasta el gerente de la aerolínea. Un par de palabras en portugués que no llegué a distinguir (raro en mi ya que considero que domino el portuñol a la perfección) sirvieron para que Kevin -un supervisor de menos de treinta años, alto, con anteojos y de pelo castaño claro corto- se encargara de mi caso. “¡Obrigado!” le dije a la rubia que me despidió con una sonrisa y decidió desligarse de mi caso con mucho disimulo.

¿Do you speak English?” me preguntó Kevin antes de empezar el trámite para ver si podía reprogramar mi vuelo. En un perfecto inglés me explicó que lo único que podía hacer era darme un vuelo a Londres y de ahí tomar una conexión a Milán. Mil cosas se me pasaron por la cabeza. Mil preguntas, mil dudas, y muy, pero muy pocas respuestas. No sabía si iba a llegar a tiempo para tomar mi próximo vuelo a Qatar y mucho menos si mi equipaje iba a llegar a destino sin problema. Obviamente le pregunté con tono de desesperación todas estas cosas a las que Kevin respondió con gran soltura y seguridad –como si este tipo de cosas le pasaran todo el tiempo a todo el mundo: “Sí señor Pablo, todo está organizado para que no tenga ningún problema. No se preocupe”.

No sabía si realmente creerle o no, pero la realidad es que mis opciones no eran muchas y la mejor (o por lo menos la que sonaba mejor en ese momento) era la de confiar en el joven Kevin, ese rubio simpático y de voz amigable, y dejar todo en manos suyas…

*A todo esto, una vez en Londres, me enteré que River había ganado por penales gracias a las atajadas Charini.

Parte tres: no me sale una…

La parada en Londres sirvió sólo para escuchar a un par de personas hablar con su delicado acento británico e imaginarme aunque sea por unos minutos un recorrido por los bares de Camden. Aproveché también para avisar de mi llegada a “Milán” –no estaba con ganas ni tiempo de explicar todo lo que me pasó en San Pablo así que preferí obviar la situación para mis viejos y mis amigos, y hacer de cuenta que todo seguía perfecto según el itinerario.

Intenté también varias veces comunicarme con la aerolínea que me llevaba de Milán a Qatar pero no hubo caso. No sé muy bien qué les iba a decir ni qué podía explicarles, pero sólo quería quedarme tranquilo de que estaban al tanto de mi situación y de mi posible llegada tarde al vuelo. Después de varios intentos decidí relajarme, le di play a mi Ipod y disfruté de mis últimos minutos en Londres escuchando algunos de los hijos más influyentes que esa ciudad le dio al rock and roll: en menos de media hora sonaron seguidos Bowie, The Clash, los Stones y T. Rex en lo que fue para mi una especie de recorrido por los 60’s, 70’s y 80’s de la música londinense. La voz de Marc Bolan fue la que me devolvió la vida, la que me hizo acordar que era hora de dejar de pensar en el Big Ben y concentrarme en mi próximo destino: Italia, aunque sólo sea por unos pocos minutos.

El avión despegó en horario y sin ningún problema. Ahora sí, sólo me quedaba llegar a Milán, rezar para lograr tomar mi vuelo a Qatar y que todo volviera a la normalidad. A esta altura resultaba ser mucho más que una utopía… Y por supuesto, la suerte no me lo iba a hacer tan fácil.

Llegué a Milán después de una hora y media de viaje, aunque por la diferencia horaria se hicieron dos. Tenía poco más de 90 minutos para lograr dar la vuelta al aeropuerto de Malpensa, hacer el check-in y subir a mi nuevo avión rumbo a Qatar. Pero antes, tenía que encontrar mi equipaje. La única mochila que traje y por ende la que tenía toda mi ropa –también algunos remedios, toallas y alguna que otra cosa más que en este momento no puedo recordar. La cinta transportadora empezó a escupir una a una las valijas de los demás pasajeros. Al principio ni me inmuté, sabía que por ser una mochila no muy grande y envuelta en un plástico verde podía llegar a ser de las últimas en salir.

Esperé… Esperé… Y esperé un poco más hasta que empecé a impacientarme. Intenté ser positivo, pensé que podía ser que hubiese quedado para último momento, esas que salen cuando ya todos tienen sus equipajes en la mano. Pero no. De un momento a otro la cinta dejó de escupir valijas y la mía nunca apareció. No podía creer que esto me estuviera pasando a mí. Me desesperé, no sólo por la mochila sino también porque no iba a lograr llegar a mi vuelo. No entendía nada. Por un momento mi mente se puso en blanco. Creí que podía ser parte de un sueño o una de esas jodas de VideoMatch. Busqué las cámaras, la mirada cómplice y nada. El cabezón no aparecía y todo parecía ser más real de lo que yo tenía ganas de creer. Le pregunté a uno de los encargados de seguridad en inglés y su respuesta fue aún más inquietante: “Finito” me contestó. “Finito, ya está. Reclamo” me dijo señalando un cartel que indicaba la oficina de equipaje perdido.

Salí corriendo. Esta vez ni la pesada mochila en mi espalda ni las curvas de los pasillos lograron alentar mi paso. Fue, seguramente, uno de los momentos en que más rápido corrí en mi vida. Y mientras corría, mil cosas se me pasaban por la cabeza. Una de ellas, y la que en ese momento más fuerza hacía era: “Ya está, te tenés que volver, esto no da para más”. Intenté eliminar eso de mi cabeza pero el pensamiento volvía una y otra vez. Sobre todo en el momento en el que llegué al mostrador para denunciar mi equipaje perdido.

Me acerqué a una mujer morocha, de unos cuarenta años, que estaba atendiendo los reclamos. Le pregunté si hablaba en inglés porque esa iba a ser la manera más fácil de comunicarnos por más de que ella entendiera algunas palabras de mi castellano. Le expliqué lo que había pasado con mi mochila, las conexiones que había hecho y lo que me había dicho Kevin en San Pablo –que el equipaje llegaría directamente al aeropuerto de Milán, o eso por lo menos es lo que me había prometido. Me tranquilizó, en ese momento, ver que no era el único al que le había pasado algo semejante. Intenté entender que esas cosas pasan, que es común que el equipaje se pierda en un vuelo y que esta vez me tocó a mí entre todos los pasajeros del vuelo –aunque creo haber visto a dos o tres del mismo avión que estaban realizando sus reclamos, pero preferí no interceder ni preguntar qué les había pasado.

Después de hacer la denuncia del equipaje, la morocha italiana se me acercó y me alcanzó una especie de neceser con algunas cosas de “gran utilidad” para mis próximas horas de espera. Sí, digo de “gran utilidad” porque entre otras cosas se encontraba una remera XL –con suerte y dependiendo los locales de ropa puedo llegar a usar M-, un cepillo de dientes con una pasta que alcanzaba para un solo lavado y un shampoo sin toalla ni nada para secarme. Igual, en ese momento poco me importó el inútil neceser. Salí corriendo al segundo piso del aeropuerto para llegar a tiempo a mi vuelo a Qatar. Tenía 15 minutos antes de que el check-in cerrara y una media hora antes de que las puertas de embarque hicieran lo mismo. Por suerte, y gracias a que el aeropuerto de Milán no es muy grande, llegué a tiempo. “El último pasajero del avión” me dijo la encargada de tomar la reserva de mi vuelo. “Después de él cerramos y nos vamos a casa” les comentó a sus compañeras. Era de esperar que hiciera todos mis trámites lo más rápido posible y que casi no contestara mis preguntas. A mí en ese momento ya me daba igual, no tenía equipaje para despachar y lo único que me importaba era llegar a tiempo a la puerta 46 para tomar mi vuelo a Qatar. El anteúltimo vuelo del peor viaje de mi vida…

Parte cuatro: 20 horas no es nada

Llegar a Qatar fue en parte un gran alivio. Era saber que dentro de todo mi itinerario seguía en pie y a tiempo, y que iba a lograr llegar a Bali en horario para encontrarme con un amigo que iba a estar esperándome a la salida del aeropuerto. Pero como todo lo que pasó en este largo viaje, mi estadía en la península Arábiga no iba a ser del todo perfecta.

En principio, sabía que tenía 20 horas de espera en el aeropuerto. Sí, casi un día entero encerrado en el Aeropuerto Internacional Hamad –nombre puesto en honor al Jeque Hamad bin Jalifa Al Thani, padre del actual Emir de Qatar. Es verdad que es impresionante, quizás uno de los mejores del mundo, y por donde lo mires derrocha lujo: autos deportivos estacionados en la parte de adentro esperando a ser rifados por uno de los jeques, locales boutiques de las marcas más importantes de ropa y joyas del mundo, restaurants de primera clase y salones vips para los más afortunados. El mortal normal no la pasa nada mal igual. Distribuidos a lo largo de todo el aeropuerto uno se puede encontrar con pequeñas salas de descanso con reposeras/camas, livings con televisiones y computadoras con internet gratis. Sí, si me iba a quedar clavado en un aeropuerto 20 horas, este era el lugar perfecto.

En Buenos Aires me habían dicho que la aerolínea por la cual viajaba solía darle cuartos de hotel a los pasajeros que tenían más de 8 horas de espera en Qatar. Intenté hacerme de uno de esos lujosos cuartos en el centro de la ciudad pero fue imposible. Mi mala suerte ya no me sorprendía. Supuestamente mi vuelo era una oferta y por ende no le correspondía ningún beneficio de la compañía aérea. Lo único que me quedaba por hacer era esperar 20 horas en el aeropuerto. Sentado, parado, acostado, caminando, corriendo o de la manera que fuere, tenía que aguantar casi un día entero en el Hamad International.

Lo primero que hice fue recorrer un poco, mirar los locales lujosos en los que nunca me iba a comprar nada, investigar cómo se podía hacer para ganar uno de los autos McLaren estacionados en los pasillos –se podía participar comprando un rifa de 100 dólares…-, y desayunar una medialuna tostada y un jugo de manzana por 10 dólares –el desayuno más caro de mi vida. Eran las 6 de la mañana, mi vuelo salía a la 1 de la mañana del otro día. Tenía mucho tiempo por delante.

Lo segundo fue acampar en una de las reposeras/cama del “área relax” del aeropuerto. Poner todas mis cosas alrededor de una de las mesitas, cargar mi computadora, pegarle una nueva ojeada a Tokio Blues y dormir un par de horas para recargar energía.

Un reloj de arena gigante fue contando las horas, minutos y segundos que iban quedando de mi estadía en Qatar. Y de la misma manera que la arena fue resbalando lentamente por el vidrio del reloj, mis últimas horas en el desierto se fueron diluyendo poco a poco. Grano a grano… Hasta que sin mucho más que decir ni que hacer, escuché por fin el esperado llamado de embarque a mi vuelo. Ahora sí, Bali estaba cada vez más cerca.

Parte 5: último minuto en el Maracaná

Una buena me tenía que tocar. No puedo decir que después de todo lo que me pasó ésto sea un alivio o un premio, pero a fin de cuentas algo es algo: por algún motivo en el cual pretendí no abordar mucho, en el vuelo de Qatar a Bali me dieron de manera inesperada y sorpresiva un asiento en la clase Business. No sé exactamente cuál fue el motivo, aunque en ese momento supuse que por mi tardío check-in en Milán se habrían quedado sin asientos en la clase turista y tuvieron que subirme de categoría –cuando lo pienso dos veces me doy cuenta de lo improbable que suena eso y empiezo a pensar que se trató más que nada de una confusión o un juego azaroso de la aerolínea. Sea como sea, mi último vuelo me daba la oportunidad de relajarme, distenderme y disfrutar de las 10 horas de viaje con la misma comodidad que tiene un jeque árabe –sí, ya sé que seguramente viajaría en primera o tendría su avión privado, pero yo en ese momento me sentía igual de importante que el dueño del palacio de Abu Dabhi.

Fueron sin duda las 10 horas más relajadas de los últimos tres días. 10 horas donde no pensé en nada. 10 horas donde mi valija no había desaparecido, donde Kevin era sólo una parte de mi imaginación y donde haber pisado Londres era parte de un pasado muy lejano. Las cervezas fueron corriendo una a una como si estuviera en el mejor bar de Buenos Aires. La comida, a elección y abundante, me ayudó a callar los extraños ruidos de mi panza que hacía horas se quejaban de lo caro que era Qatar. Las películas, como si estuviese en mi cine personal, me sirvieron para matar las horas de insomnio que manejaba por haber descansado tanto en las reposeras del aeropuerto. Entre trago y trago, bocado y bocado, y mirada y mirada; el tiempo se fue escurriendo hasta llegar al destino que tanto busqué: Bali.

Después de 72 horas de vuelo, de haber pisado 6 aeropuertos internacionales, subirme a 5 aviones distintos, pasar por 3 continentes, ver 4 películas de Hollywood, escuchar más de 150 canciones y tomar 5 marcas de cervezas diferentes; había llegado a la isla de Bali, Indonesia. El primer destino de mi largo viaje. El lugar donde tanto había anhelado llegar y el que durante mucho tiempo se había transformado en una utopía, en un lugar de ensueño, en un imposible…

Llegar fue… No sé exactamente cómo explicarlo, qué palabras usar ni qué sentimientos volcar en estas líneas. Fue en parte un alivio, una tranquilidad. Tuve la sensación de haber ganado en el último minuto un partido chivo con todas las de perder. De haber metido el gol del campeonato en el minuto 92 y dar la vuelta en un Maracaná estallado. De haber sido el que le dio el pase al Diego para dejar tirados a los ingleses en el gol más lindo de la historia.

Ahora lo único que queda es cerrar los ojos y adentrarme en este nuevo mundo.

4 thoughts on “Crónica de un viaje (in)olvidable”

  1. Hola, estoy interesada en utilizar la foto del avión, para la portada de un libro. ¿Tiene derechos de autor?

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